La semana que viene acaba el curso de Literatura de Viajes que he realizado en la biblioteca del barrio. Este es el último ejercicio que escribo, espero animarme a seguir y terminar el libro.
Rotorua huele a huevos podridos. U
olía, supongo que no habrá cambiado. Y está (estaba) lleno de mosquitos que
devoran a los turistas incautos que van a la orilla del lago. Supongo que los
locales lo saben, por eso no se acercan. Y apuesto a que sigue siendo uno de
los principales enclaves turísticos de Nueva Zelanda, con todo lo peor del
turismo. Y lo mejor también, porque nos seguimos acordando más de 20 años después.
Pese a estas desagradables adversidades,
es interesante de ver por qué está considerada la capital maorí por excelencia.
Algo que se demuestra, entre otros motivos, por la cantidad de salones de
tatuaje que animan a dejar un recuerdo indeleble en la cara y por las tiendas
de jade.
Habíamos salido de Auckland con
una de las imágenes más surrealistas de nuestras vidas: en la plaza en la que
estaba el parking estaban rodando una película de los Power Rangers, con unos
pobres tipos con pijamas y cascos asándose al sol de la primavera austral, que se
acababa. Fueron unos 200 kilómetros al ritmo habitual de paseo -el límite de
velocidad es de 100 kilómetros hora- pero, para nuestra sorpresa, los trenes
iban aún más despacio y los adelantábamos. La sensación, una vez más, es que
nos acabábamos quedando solos en la autopista, dejando atrás al resto del
tráfico.
Llegamos cuando estaba atardeciendo.
Y, en la era previa a los GPS y las reservas online, seguimos el mismo ritual
diario: perdernos, situarnos gracias a los mapas de la guía Rough, encontrar el
lugar en el que dormir, registrarnos, dejar las maletas, buscar el supermercado
en el que comprar la cena y el desayuno e irnos al hotel. O eso anoté en la
Moleskine que usé como diario de viaje y que, milagrosamente, todavía conservo.
Dormimos ocho horas. Hubieran
sido más, de no ser por el amable conserje que nos despertó para comunicarnos que
nos había reservado un masaje con aguas termales para Raquel y una cena típica
maorí para la noche. Luego, el dueño del hotel -maorí, cómo no- nos dio una conferencia
de media hora sobre qué y ver y qué no ver. Me sorprendió la forma tan racista
con la que se refirió a los asiáticos, nos recalcó que no debíamos comprar en
sus tiendas.
Después de desayunar, nos metimos
en las piscinas del hotel, a 35º. Muy relajantes. Pero lo verdaderamente sorprendente
eran las piscinas de barro, salimos con la piel renovada.
Los géiseres estaban a diez
minutos del hotel, quizá menos. Están en una zona llamada Whakarewarewa y
alcanzan hasta los 20 metros de altura, algo increíble. Al lado, una sala
oscurecida a la que había que entrar en silencio para ver a los kiwis. Pese a
que los veíamos constantemente en los billetes y en las monedas, su presencia es
fantasmal: duermen unas 20 horas al día y, como dice la guía con mucha gracia,
quizá eso explique que vivan 20 o 25 años.
Relacionados remotamente con el
avestruz, están en peligro de extinción porque no tenían depredador natural
(por eso no vuelan), pero las ratas -y sobre todo los gatos, los perros y los
cerdos- los están diezmando. Ya solo pueden verse en unos pocos hábitats, muy
controlados.
Es de los pocos pájaros que ha
desarrollado el sentido del olfato, para cazar de noche. Su oído también es
excelente, para detectar posibles presas y amenazas. El huevo que pone la
hembra es gigantesco y, cuando el pollo nace, tiene tal cantidad de yema que no
precisa que los padres lo alimenten. Por lo que sale, cuando sale del nido,
puede vivir de manera autónoma.
Me pregunto si los kiwis olerían
el aroma a huevos podridos del ácido sulfídrico, omnipresente. El calor de las
piscinas de aguas termales fue lo que hizo que los maoríes se establecieran
aquí. La bondad de las aguas hizo que ya hubiera turistas a finales del siglo
XIX, en su mayoría pacientes con enfermedades reumáticas que buscaban un alivio
a sus males. Ahora hay un poblado con figurantes que bailan, tejen, hacen piraguas
y te hacen pasar por una tienda de turistas, a precio de turistas, al final del
recorrido.
Raquel fue a darse el masaje,
pero salió muy tarde porque el agua caliente se había estropeado (esas cosas
que solo nos pueden pasar a nosotros en una zona geotermal) Cuando llegamos al
hotel, el autobús a la cena típica maorí con espectáculo se había ido; pero no había
problema, el recepcionista llamó y dieron la vuelta. Cuando subimos, nos
sentimos como John Wayne y Dean Martin entrando en un salón del lejano Oeste,
el silencio se cortaba…
Se suponía que el espectáculo era
el mejor de la ciudad, pero fue algo tan lamentable que fue divertido: el animador
elegía a un jefe entre el grupo de turistas y, siguiendo el protocolo, nos
preguntaba quiénes éramos, de dónde veníamos y cuáles eran nuestras
intenciones. Se celebra en un marae, una sala de reunión decorada con madera
muy trabajada, donde nos cruzábamos con las bailarinas medio vestidas de maorí con
chándales encima. El jefe iba bronceado con marcas de una camiseta de tirantes.
Entramos al marae, nos frotaron
las narices -la ceremonia se llama hongi- y comenzaron los bailes típicos, con
los hijos de los bailarines jugando con pelotas, empujando un carrito… Desde
luego, no se parecía en nada a un espectáculo estándar de hotel. Otra de las
bailarinas, que parecía más novata, se reía de los nervios. Otra tenía una
tirita en el cuello.
El punto culminante llegaba con
la haka, todos los flashes se disparaban, especialmente cuando los guerreros
sacaban sus lenguas y hacían las muecas de rigor, mostrando la parte blanca del
ojo. Aunque literalmente significa ‘danza’, leo que no es tanto una danza de
guerra, sino una demostración del valor y la forma física del guerrero y que
sirve también para dar la bienvenida al forastero y celebrar la vida y la unidad
de la tribu. La más conocida es llama Ka Mate y fue compuesta a mediados del
siglo XIX por el líder tribal maorí Te Rauparaha mientras se escondía de sus
enemigos en un pozo para cocinar batatas. Se supone que es una alegoría sobre
salir de la oscuridad del pozo hacia la luz, con una letra que comienza diciendo,
traducida, “Muero, muero. Vivo, vivo”. La selección nacional de rugby, los All
Blacks, terminó por popularizarla por todo el mundo.
Lamentablemente, el momento épico
de la haka quedó arruinado cuando el jefe sacó a cuatro de los turistas a
bailarla. El cielo quiso que yo no fuera uno de ellos. El ritual acababa con la
canción de nuestra tribu. Supongo que la mayoría del grupo debía ser
australiano, porque la canción elegida fue Waltzing Matilda, que yo conocía por
ser la sintonía de una serie de TVE, Valle Secreto. Muchos años después conocí
la versión de Tom Waits.
El espectáculo duró alrededor de
una hora y pasamos a la cena, cocinada (o eso nos dijeron) al estilo tradicional
hangi, en un pozo como el que se escondió el líder maorí: en el proceso se
calientan piedras en una hoguera, se bajan al agujero y se cubren con tela de saco
húmeda. Encima se ponen cestas de comida -carne de pollo, cerdo y cordero, pescado,
arroz y verdura, sobre todo batatas y patatas- cubiertas con hojas (ahora son bandejas
de papel de aluminio), se tapan con arena y se dejan cocinar durante unas dos
horas.
Hace muchos años, en Perú, ya vi
este proceso. Allí se llama pachamanca. Al final, queda un aroma a ahumado a la
comida que es muy apreciado. La gente del grupo debía tener hambre: cenamos de
los últimos y ya no quedaba comida en varias de las fuentes. No había marisco,
no debió de hacerse.
Cuando terminé el plato y me
levanté a repetir, tuve que rebañar lo poco que quedaba. El recinto era una
especie de comedor escolar, con bancos de madera corridos. Estaba tan gordo que
me resultaba complicadísimo salir sin molestar a tres japonesas que estaban en
la otra punta del banco y nos dio un ataque de risa. No me quiero ni imaginar
si me tocara hacerlo ahora…
Los postres también estaban
esquilmados. Intento entender qué tomamos, pero mi letra me lo impide. Había
macedonia también. Subimos al autobús, cantamos la misma canción de despedida
del Cabo Reinga y, antes de las nueve de la noche, estábamos en el hotel. Y
antes de las diez estábamos roncando. La experiencia turística total de Rotorua
nos salió a 7.000 pesetas por cabeza, lo que supongo que ahora equivaldrá a
unos 70-80 euros.