sábado, 22 de marzo de 2025

Rotorua: Power Rangers, olor a huevos podridos y bailes para turistas

La semana que viene acaba el curso de Literatura de Viajes que he realizado en la biblioteca del barrio. Este es el último ejercicio que escribo, espero animarme a seguir y terminar el libro.

Rotorua huele a huevos podridos. U olía, supongo que no habrá cambiado. Y está (estaba) lleno de mosquitos que devoran a los turistas incautos que van a la orilla del lago. Supongo que los locales lo saben, por eso no se acercan. Y apuesto a que sigue siendo uno de los principales enclaves turísticos de Nueva Zelanda, con todo lo peor del turismo. Y lo mejor también, porque nos seguimos acordando más de 20 años después.

Pese a estas desagradables adversidades, es interesante de ver por qué está considerada la capital maorí por excelencia. Algo que se demuestra, entre otros motivos, por la cantidad de salones de tatuaje que animan a dejar un recuerdo indeleble en la cara y por las tiendas de jade.

Habíamos salido de Auckland con una de las imágenes más surrealistas de nuestras vidas: en la plaza en la que estaba el parking estaban rodando una película de los Power Rangers, con unos pobres tipos con pijamas y cascos asándose al sol de la primavera austral, que se acababa. Fueron unos 200 kilómetros al ritmo habitual de paseo -el límite de velocidad es de 100 kilómetros hora- pero, para nuestra sorpresa, los trenes iban aún más despacio y los adelantábamos. La sensación, una vez más, es que nos acabábamos quedando solos en la autopista, dejando atrás al resto del tráfico.

Llegamos cuando estaba atardeciendo. Y, en la era previa a los GPS y las reservas online, seguimos el mismo ritual diario: perdernos, situarnos gracias a los mapas de la guía Rough, encontrar el lugar en el que dormir, registrarnos, dejar las maletas, buscar el supermercado en el que comprar la cena y el desayuno e irnos al hotel. O eso anoté en la Moleskine que usé como diario de viaje y que, milagrosamente, todavía conservo.

Dormimos ocho horas. Hubieran sido más, de no ser por el amable conserje que nos despertó para comunicarnos que nos había reservado un masaje con aguas termales para Raquel y una cena típica maorí para la noche. Luego, el dueño del hotel -maorí, cómo no- nos dio una conferencia de media hora sobre qué y ver y qué no ver. Me sorprendió la forma tan racista con la que se refirió a los asiáticos, nos recalcó que no debíamos comprar en sus tiendas.

Después de desayunar, nos metimos en las piscinas del hotel, a 35º. Muy relajantes. Pero lo verdaderamente sorprendente eran las piscinas de barro, salimos con la piel renovada.

Los géiseres estaban a diez minutos del hotel, quizá menos. Están en una zona llamada Whakarewarewa y alcanzan hasta los 20 metros de altura, algo increíble. Al lado, una sala oscurecida a la que había que entrar en silencio para ver a los kiwis. Pese a que los veíamos constantemente en los billetes y en las monedas, su presencia es fantasmal: duermen unas 20 horas al día y, como dice la guía con mucha gracia, quizá eso explique que vivan 20 o 25 años.

Relacionados remotamente con el avestruz, están en peligro de extinción porque no tenían depredador natural (por eso no vuelan), pero las ratas -y sobre todo los gatos, los perros y los cerdos- los están diezmando. Ya solo pueden verse en unos pocos hábitats, muy controlados.

Es de los pocos pájaros que ha desarrollado el sentido del olfato, para cazar de noche. Su oído también es excelente, para detectar posibles presas y amenazas. El huevo que pone la hembra es gigantesco y, cuando el pollo nace, tiene tal cantidad de yema que no precisa que los padres lo alimenten. Por lo que sale, cuando sale del nido, puede vivir de manera autónoma.

Me pregunto si los kiwis olerían el aroma a huevos podridos del ácido sulfídrico, omnipresente. El calor de las piscinas de aguas termales fue lo que hizo que los maoríes se establecieran aquí. La bondad de las aguas hizo que ya hubiera turistas a finales del siglo XIX, en su mayoría pacientes con enfermedades reumáticas que buscaban un alivio a sus males. Ahora hay un poblado con figurantes que bailan, tejen, hacen piraguas y te hacen pasar por una tienda de turistas, a precio de turistas, al final del recorrido.

Raquel fue a darse el masaje, pero salió muy tarde porque el agua caliente se había estropeado (esas cosas que solo nos pueden pasar a nosotros en una zona geotermal) Cuando llegamos al hotel, el autobús a la cena típica maorí con espectáculo se había ido; pero no había problema, el recepcionista llamó y dieron la vuelta. Cuando subimos, nos sentimos como John Wayne y Dean Martin entrando en un salón del lejano Oeste, el silencio se cortaba…

Se suponía que el espectáculo era el mejor de la ciudad, pero fue algo tan lamentable que fue divertido: el animador elegía a un jefe entre el grupo de turistas y, siguiendo el protocolo, nos preguntaba quiénes éramos, de dónde veníamos y cuáles eran nuestras intenciones. Se celebra en un marae, una sala de reunión decorada con madera muy trabajada, donde nos cruzábamos con las bailarinas medio vestidas de maorí con chándales encima. El jefe iba bronceado con marcas de una camiseta de tirantes.

Entramos al marae, nos frotaron las narices -la ceremonia se llama hongi- y comenzaron los bailes típicos, con los hijos de los bailarines jugando con pelotas, empujando un carrito… Desde luego, no se parecía en nada a un espectáculo estándar de hotel. Otra de las bailarinas, que parecía más novata, se reía de los nervios. Otra tenía una tirita en el cuello.

El punto culminante llegaba con la haka, todos los flashes se disparaban, especialmente cuando los guerreros sacaban sus lenguas y hacían las muecas de rigor, mostrando la parte blanca del ojo. Aunque literalmente significa ‘danza’, leo que no es tanto una danza de guerra, sino una demostración del valor y la forma física del guerrero y que sirve también para dar la bienvenida al forastero y celebrar la vida y la unidad de la tribu. La más conocida es llama Ka Mate y fue compuesta a mediados del siglo XIX por el líder tribal maorí Te Rauparaha mientras se escondía de sus enemigos en un pozo para cocinar batatas. Se supone que es una alegoría sobre salir de la oscuridad del pozo hacia la luz, con una letra que comienza diciendo, traducida, “Muero, muero. Vivo, vivo”. La selección nacional de rugby, los All Blacks, terminó por popularizarla por todo el mundo.

Lamentablemente, el momento épico de la haka quedó arruinado cuando el jefe sacó a cuatro de los turistas a bailarla. El cielo quiso que yo no fuera uno de ellos. El ritual acababa con la canción de nuestra tribu. Supongo que la mayoría del grupo debía ser australiano, porque la canción elegida fue Waltzing Matilda, que yo conocía por ser la sintonía de una serie de TVE, Valle Secreto. Muchos años después conocí la versión de Tom Waits.

El espectáculo duró alrededor de una hora y pasamos a la cena, cocinada (o eso nos dijeron) al estilo tradicional hangi, en un pozo como el que se escondió el líder maorí: en el proceso se calientan piedras en una hoguera, se bajan al agujero y se cubren con tela de saco húmeda. Encima se ponen cestas de comida -carne de pollo, cerdo y cordero, pescado, arroz y verdura, sobre todo batatas y patatas- cubiertas con hojas (ahora son bandejas de papel de aluminio), se tapan con arena y se dejan cocinar durante unas dos horas.

Hace muchos años, en Perú, ya vi este proceso. Allí se llama pachamanca. Al final, queda un aroma a ahumado a la comida que es muy apreciado. La gente del grupo debía tener hambre: cenamos de los últimos y ya no quedaba comida en varias de las fuentes. No había marisco, no debió de hacerse.

Cuando terminé el plato y me levanté a repetir, tuve que rebañar lo poco que quedaba. El recinto era una especie de comedor escolar, con bancos de madera corridos. Estaba tan gordo que me resultaba complicadísimo salir sin molestar a tres japonesas que estaban en la otra punta del banco y nos dio un ataque de risa. No me quiero ni imaginar si me tocara hacerlo ahora…

Los postres también estaban esquilmados. Intento entender qué tomamos, pero mi letra me lo impide. Había macedonia también. Subimos al autobús, cantamos la misma canción de despedida del Cabo Reinga y, antes de las nueve de la noche, estábamos en el hotel. Y antes de las diez estábamos roncando. La experiencia turística total de Rotorua nos salió a 7.000 pesetas por cabeza, lo que supongo que ahora equivaldrá a unos 70-80 euros.

    

  

miércoles, 5 de marzo de 2025

100.000 pasos por Manhattan

 


Nueva York huele a porro. Me advirtió mi amigo Jorge antes de ir. Y lo confirmo. La legalización de la marihuana lo ha propiciado. Y no se ven las estrellas en el cielo, se las traga la contaminación lumínica.

Viajamos a la ciudad en familia, aprovechando que aparecieron de no sé dónde unas vacaciones escolares en febrero. Las ofertas de vuelos y hotel del Black Friday hicieron el resto y allá que nos fuimos. Llevaba sin pisarla desde 2001, apenas tres meses antes de que cayeran las Torres Gemelas (dónde estarán esas fotos…) Tras un vuelo sin novedad -viendo una película tras otra- aterrizamos en JFK y tomamos un taxi, una aventura con derrapes, acelerones y dramáticos giros para esquivar baches y otros coches.

Tras casi una hora de emoción, dejamos las maletas en el hotel y nos fuimos a pasear por Times Square, con las tiendas de souvenirs con gorras de MAGA (y las greñas de Trump incorporadas) y la habitual fauna de personajes de Barrio Sésamo, Transformers y Deadpools buscando fotos con los turistas. Y decenas de captadores para los autobuses de turistas, luchando por una comisión. Porque pasear ha sido lo que más hemos hecho, así nos lo ha confirmado la aplicación de pasos del móvil.

En las marquesinas, destacaba la presencia de Kieran Culkin -que ganaría el Oscar un par de días después- junto a Bob Odenkirk. Protagonizan, a partir del 10 de marzo, una nueva versión del clásico de Mamet ‘Glengarry Glen Ross’. Qué pena no coincidir… o quizá no tanto, porque los precios de las entradas estaban a precios imposibles, como todo lo demás: unos 100 euros de media. Y eso en la taquilla de último minuto.

Para el primer desayuno, nuestra hija mayor escogió un diner típico, muy cerca del hotel. Por el cambio horario, aparecimos a las 6 de las mañana, cuando estaban abriendo. Raciones abundantes y camareras latinas rezando para que los de Inmigración no se presentaran y las deportaran. Una primera visión sobrecogedora. En el edificio de al lado estaba el hotel Algonquin, donde Dorothy Parker reunía a su “círculo vicioso”. Tengo pendiente ver la película de Alan Rudolph, por cierto. Y, un poco más allá, estaba el estudio de Good Morning America, con emisión en directo y las productoras comprando cafés con mucho hielo en Starbucks para todo el equipo.

Paseamos desde allí hasta Central Park por la Quinta Avenida, viendo muchos de los clásicos: Rockefeller Center, Radio City Music Hall, el edificio Gotham, la catedral de San Patricio, la Torre Trump, la tienda de Lego (con colas gigantescas para entrar), el enorme anuncio de Vuitton, el Plaza… Al llegar a Central Park, cogimos el metro hacia Brooklyn, una amable taquillera nos ayudó con los billetes. Seguía tan sucio y ruidoso, como siempre (hasta vimos una rata). Pero sigue siendo la manera más eficiente de moverse por la ciudad, pese a que lamentablemente es muy poco accesible para personas con dificultades para moverse. Cogimos la línea de Pelham y me acordé del clásico setentero, por supuesto.

En Brooklyn, estuvimos en una zona de outlets en la calle 86, que no conocía, con casas bajas. Para comer, elegimos una pizzería junto a la boca del metro. Pedimos una Coca-cola para beber, pero el pizzero nos comentó que solo servía Pepsi habían boicoteado la compañía porque, supuestamente, denuncia a sus propios empleados para que los deporten. Es bulo, pero supongo que define cómo está la situación actual allí. Pedimos varias porciones para probar, la de salsa de vodka (?) estaba especialmente buena y está muy de moda.

Tenía mucha curiosidad en volver a Chinatown, especialmente después de leer recientemente el demoledor Cabeza de serpiente, de Patrick Radden Keefe. No recordaba un lugar tan mugriento, con restaurantes en unas condiciones higiénicas tan deplorables y guirnaldas destrozadas por las calles. Lo verdaderamente divertido es el comercio de bolsos de marca: unos captadores -generalmente africanos- te proporcionan un catálogo para que elijas. Te hacen caminar unas manzanas y aparece una señora asiática con una bolsa negra con la mercancía y comienza el espectáculo del regateo. Ella se cabrea muchísimo por los bajos precios propuestos, se le pide mejor género y aparece otro fulano con el material. El dinero cambia de manos y acaba el show.

Frente a Chinatown, Little Italy mostraba una pinta mucho mejor: todo limpio y acogedor, con guirnaldas con la letra de Volare. Solo faltaba el equipo de rodaje de Coppola en la escena de la procesión de San Genaro. Me llamó la atención el restaurante José Luis, ofreciendo paella. Y una tienda de decoración navideña, abierta todo el año. Al fondo, brillaba el Empire State con la luz del atardecer. Me quedé un rato mirando, esperando que Kong trepara.

Aún nos dio tiempo a ir a Little Korea, en la calle 34. Un par de calles muy animadas con tiendas ofreciendo bubble tea, uno de esos misterios que se ponen de moda y que no consigo comprender. Me hago viejo, supongo.

Al día siguiente cogimos el ferry a Staten Island, una de las pocas actividades gratuitas en una ciudad con los precios cada vez más disparatados. Hacía frío, pero la vista de la Estatua de Libertad sigue siendo extraordinaria. Y del skyline a la vuelta.



De allí, volvimos a la calle 34 y estuve paseando por el Madison Square Garden y el Empire State, donde una manifestación de trabajadores bloqueaba la acera con hinchables de ratas gigantes, quejándose de que la empresa contrata a trabajadores sin respetar sus derechos. 


Comimos al sol comida coreana, en los bancos de Herald Square, bajo el monumento a los Bennet, los creadores del periódico: fueron los primeros en publicar tiras de cómic -como Little Nemo- y patrocinaron la expedición de Stanley a África. La muerte de Bennet Jr. obligó a que el Herald se fusionara con su odiado Tribune. Y a demoler el edificio del periódico, aunque se conservó el monumento, que da las horas con dos maceros golpeando una campana, ante la atenta mirada de Minerva y su lechuza.


Para la cena, elegimos una ‘turistada’: cenar en The View, viendo atardecer entre los rascacielos. La vista, como no podía ser de otra manera, era soberbia. La comida, la habitual de estos sitios (aunque mi pescado en un papillote de plástico estaba bueno)
Para hacer la digestión, fuimos paseando al Barnes and Nobles de la 5ª Avenida. Me llamó la atención el escaparate de libros prohibidos, con 1984, Matar a un ruiseñor, El cuento de la criada o Beloved, entre otros. Buscaba la autobiografía de Steve Wynn, pero no hubo suerte.

Sí encontré cosas interesantes en la sección de discos: Wildflowers and all the rest, de Tom Petty (el disco original lo compré en Boston la misma semana que salió, en 1994. Qué cosas…), un par de Jason Isbell, uno antiguo de St Vincent, el clásico Blue de Joni Mitchell y Songs from the recollection, de Cowboy Junkies.

Al día siguiente volvimos a Brooklyn, a uno de mis escenarios cinéfilos favoritos: el panorama desde Water Street del puente Manhattan que aparece en el póster de Érase una vez en América. Era temprano y estábamos casi solos, luego se llena de instagramers. El ruido de los trenes cruzando el puente era ensordecedor, aunque supongo que eso no impide que el precio de los apartamentos sea millonario, porque la vista del skyline es soberbia.


Al lado, el puente de Brooklyn, con un panorama aún más sobrecogedor. Paseamos un rato por la ribera del East River, viendo las ardillas, haciendo fotos, y paramos en un sitio estupendo llamado Butler para desayunar, en los antiguos almacenes del muelle. Tras coger fuerzas, subimos al puente y nos animamos a cruzarlo, un paseo maravilloso de una media hora. Las temperaturas eran sorprendentemente primaverales, las esperábamos gélidas.  

Ya en Manhattan, cogimos el metro junto al ayuntamiento y fuimos a ver el primer museo, la Fundación Guggenheim. Qué diferencia de vecindario el de Central Park: una madre llevaba a su hijo, ya mayor, de paseo…cargado en los hombros de la niñera sudamericana. La pinacoteca era estupenda, especialmente el edificio, de Lloyd Wright. La exposición se centraba en el Orfismo, con algún estupendo cuadro de Chagall. Además, el estremecedor La planchadora, de Picasso. 


Nos fuimos un rato hacia la 5ª Avenida y, de allí, al Village, a dos de mis librerías favoritas: Forbidden Planet (ciencia ficción y cómics) y Strand, que presume de tener 28 kilómetros de estanterías. Tampoco estaba el libro de Steve Wynn, seguía la mala suerte.

Al día siguiente, volví al Met. Es la tercera vez que voy y me sigue dejando maravillado. Tuvimos la suerte de ver una exposición temporal de Friedrich y los Velázquez y VanGoghs con cierta calma. A mediodía, el museo se llenó y se hizo agobiante estar, así que volvimos a pasear por la 5ª. 

En la tienda de Victoria Secret tenían las alas de los desfiles y sonaba Rosalía. Una copa de champán valía 24 dólares, pero se les había acabado el agua mineral y regalaban vasos de agua de grifo. De plástico.

A la vuelta, estuvimos en la tienda Nintendo y en otra librería estupenda, McNally Jackson (siguió mi gafe con el libro) Y en la tienda de los bomberos, con una recreación a tamaño real de un camión y cientos de parches de cuerpos de bomberos de todo el mundo. También sonaba Rosalía, qué cosas.

Por la noche, cenamos en Greenwich Village, en la calle 4. El sitio se llama Corner Bistro y lo recomienda Enric González en Historias de Nueva York. Estaba abarrotado, pero encontramos sitio sin reserva. Por esas calles paseó Dylan su bohemia y, en su honor, sonaba Like a rolling stone. El frío era helador a la salida y me compré un abrigo enorme de segunda mano en la tienda de la esquina. Tuve la posibilidad de ver en directo la gala de los Oscar, pero estaba tan cansado que me quedé dormido.

El viaje se acababa. Para el último día, optamos por ir al MoMA, que no conocía. Justo al lado, en el Hilton, Luigi Mangione mató a Brian Thompson el pasado 4 de diciembre. Otro lugar de Manhattan que se incluirá en las guías.

Y del MoMA, qué decir… Otra colección de arte asombrosa, con Las señoritas de Avignon, La persistencia de la memoria, Matisses, Magrittes, un Hopper precioso que no conocía… y para rematar, La Noche Estrellada, que en un rato momento pudimos ver casi solos. Y, al salir de la sala, se produjo uno de esos instantes casuales (y mágicos) que solo me suceden a mí: en el vestíbulo estaban tres de los miembros de NCT, una de las bandas coreanas que idolatra Cloe. No nos dejaron hacernos fotos con ellos, pero sí que firmaron autógrafos.




La vuelta fue accidentada. Un problema con las autoridades de inmigración hizo que tuvieran que bajar a varias personas del avión (y sus maletas). Salimos con bastante retraso de JFK, que por cierto está hecho un desastre. Llegamos tarde a Londres y por los pelos no perdimos el enlace. Al llegar a Madrid, faltaba una de las maletas, que espero que nos llegue mañana. Pero daba igual. Lo hemos pasado genial y ya estamos empezando a organizar la próxima escapada en familia. Quizá a Estambul ¿Superaremos los más de 100.000 pasos de esta vez? Qué suerte tengo de tener la familia que tengo. Sigue el viaje con ellas, ojalá muchos viajes.

(Escrito escuchando los discos de Tom Petty, Cowboy Junkies y Joni Mitchell que acabo de comprar)