martes, 5 de agosto de 2025

Tres estrenos para el verano: Karate Kid: legends, El regreso de Ulises y Monsieur Aznavour


Este año he vuelto a hacer crítica de cine, algo que me apasiona: en septiembre comencé a colaborar con Albert Lesán y su equipo en Gran Vía Radio y, hace unos pocos meses propuse a Miguel Ángel Tejero (MAT), incorporarme a su podcast Scanners, uno de mis favoritos.

Lamentablemente, las decenas de críticas de mi blog de cine anterior se perdieron, aunque creo que quizá algunas pueda recuperarlas, cosa que espero hacer. Para ir abriendo boca, aquí van tres estrenos de este verano.

El primero es Karate Kid: legends, que se estrena este viernes 8 de agosto. En un titular, da lo que promete. 94 minutos de acción, con un planteamiento que conocemos desde hace 40 años: el chico que cambia de domicilio por motivos laborales y por un trauma del pasado, en este caso de China a Nueva York, conoce a chica y, de repente, todo el entorno se vuelve en su contra, lo que le obligará a combatir.

El joven Ben Wang asume la responsabilidad de ser el nuevo Karate Kid. Y lo hace con nota, así que si la taquilla acompaña, supongo que tenemos franquicia para rato. El guión (sí, lo escribo con tilde, qué se le va a hacer) de Rob Lieber (Peter Rabbit, Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso, Pesadillas 2), juega con todas las piezas del puzzle y tenemos a Miyagi, a Jackie Chan (que sigue siendo cabeza de cartel), a Laruso y a demás personajes clave del universo que ha revitalizado Cobra Kai. Y no puede faltar la obligatoria historia de amor, con Sadie Stanley (Los Goldbergs, Kim Possible) y la relación problemática con la abnegada madre, que encarna Ming Na.

Las peleas están muy bien coreografiadas, como no puede ser de otra manera, con guiños simpáticos al Cato Fong de las películas de La pantera rosa o a Retroceder nunca, rendirse jamás.

El guión sí que fuerza algunas situaciones: en una ciudad tan grande como Nueva York, ya es casualidad que los personajes coincidan en el metro, en la calle, se inscriban en el mismo colegio o se encuentren en el mismo hospital cuando tienen que ser atendidos. Pero los espectadores de Cobra Kai ya estábamos más que habituados a estos azares. Un par de animaciones intentar avanzar la trama y dar contexto, una solución que no acabó de convencerme.

Pero la clave en esta historia es el villano. Y Aramis Knight cumple perfectamente. Formado en artes marciales, lo hemos visto en Into the Badlands y como Puñal Rojo en Ms Marvel. Y, cuando llega el combate final, aunque sepamos perfectamente qué va a pasar, te agarras a la butaca y deseas que suceda. Y sales con una sonrisa, que se convierte en carcajada con la escena post créditos.


  El regreso de Ulises, estreno 22 de agosto

La Odisea es, probablemente, mi libro favorito. Una historia de un tipo que regresa a su pueblo, veinte años después, a vengarse de todos los que humillan a su familia. Dice el escritor Jorge Dioni que Homero inventó el western, hace 2.800 años. Y seguro que tiene razón, la historia de Ulises la podía haber rodado tal cual John Ford y Howard Hawks, trasplantada al lejano Oeste, y protagonizada por John Wayne.

La vigencia de la Odisea es tal, que faltando un año para el estreno de la versión de Nolan, ya hay mucha expectativa levantada, con la locura habitual de la compra anticipada de entradas y una reventa disparatada.

Supongo que todo esto ha ayudado para el estreno -con retraso, es una producción de 2024- de El regreso de Ulises, con el aliciente de que Ralph Fiennes y Juliette Binoche vuelven a reencontrarse en pantalla, casi 30 años después de El paciente inglés.

La película, con un montaje y vestuario austero y rodada en escenarios naturales griegos muy cercanos a Ítaca, repasa la última parte de la Odisea, con Ulises naufragando desnudo en la playa e internándose en la isla, donde solo un porquero (estupendo Claudio Santamaría) acaba reconociéndolo. Destacan también como secundarios Ángela Molina en el papel de Euriclea (la criada que Ulises), Charlie Plummer como Telémaco y Chico Kenzari como líder de los malvados pretendientes.

El ritmo es moroso, pero me gustó. La venganza se va cociendo, sabemos que el final será muy violento y me gusta cómo el director Uberto Pasolini (Nunca es demasiado tarde, Cerca de ti) va mostrando las cartas. La música de Rachel Portman, pareja de Pasolini) me pareció un excelente complemento. Aunque, de nuevo, se obvian las reacciones de los dioses del Olimpo. Ojalá algún día se haga una película que refleje sus reacciones, tan humanas, tan de forofo de un equipo de fútbol u otro.

El mensaje de Homero, tantos siglos después, lamentablemente sigue vigente. Como dice Penélope, “siempre hay guerra”. Y solo hay que poner el telediario para verlo. ¿Por qué los soldados no se quedan en casa con sus familias en vez de matar a las de otros?, pregunta. Una pregunta que, tristemente, se queda sin respuesta.

Pero, como me estoy poniendo muy intenso, acabo diciendo que los fans de la anatomía de Fiennes están de enhorabuena: su preparación física para el personaje es envidiable. Y la muestra por delante y por detrás.


Monsieur Aznavour, estreno 29 de agosto

Biopic canónico de la estrella de la canción francesa. La película comienza con Aznavour hablando con su hermana y confesora, admitiendo que está arruinado y que se lo juega todo en su siguiente concierto en París. Flashback a la infancia, cuando la familia armenia Aznavourian llega a Francia, huyendo del genocidio turco, y pasa todo tipo de penalidades. Por cierto, que me fascina la cara de viejo que tiene el niño que interpreta al joven Aznavour. Enhorabuena a los encargados del casting.

Se encadenan entonces toda suerte de azares para que el joven Charles empiece a cantar y a profesionalizarse, luchando siempre con la falta de dinero. Su único proyecto de vida, como se recalca, es el proyecto Aznavour. E irá soltando lastre para alcanzar el objetivo del éxito mundial, aunque para ello tenga que dejar atrás a familia, amigos o incluso mentores de la talla de Edith Piaf.

Tahar Rahim (Un profeta, La serpiente) hace una gran interpretación del cantante y actor, llega a confundirse con él. Recibió este año una merecida nominación al César, la película también fue candidata a vestuario y diseño de producción. En la dirección en el guión y vuelven a coincidir Mehdi Idir y Grand Corps Malade (¿uno de los mejores pseudónimos de la historia del cine?), tras Patients y Los profesores de Sant Denis y que fueron elegidos por el propio Aznavour para dirigir el proyecto. Cuentan con el hándicap que tener que reconstruir el París o el Nueva York con efectos digitales, pero aprueban con nota, con otra nominación en los César.

Al final, tras 133 minutos que se me pasaron rápido, queda sobre todo la música maravillosa (que va impulsando la historia con las canciones más conocidas, con guiños al hip hop de Grand Corps Malade), las ganas de escuchar discos de Aznavour, la gran trabajo físico de Rahim, un extraordinario plano secuencia sobre el concierto triunfal del principio e infinidad de detalles curiosos de un personaje a descubrir. Un biopic interesante, formulaico, pero que merece mucho la pena.  



  

domingo, 6 de julio de 2025

Tres reflexiones musicales: Brian Wilson, Lucinda Williams, Bruce Springsteen


Demasiado tiempo sin escribir por aquí, la vida nos pasa por encima. Y vuelvo a escribir de música, algo que tenia pendiente. Hace casi un mes murió Brian Wilson, uno de los músicos que más me ha marcado. Llegué tarde a la música de los Beach Boys, aunque empecé a oírla de pequeño, sin saberlo. En anuncios de refrescos, en Estrenos TV los domingos por la tarde o en una película espantosa de Tom Cruise.

Cuando empecé a tomarme la música en serio, empecé a leer de la importancia de su música a finales de los 60, junto a Byrds, Doors o Creedence Clearwater Revival. Escuché en bucle todos los discos que pude de estas bandas, pero los Beach Boys quedaban siempre orillados. Eran el típico grupo del que salían sin parar recopilatorios que se anunciaban por la tele y que compraban gente que no sabía qué disco regalar en un cumpleaños.

Pasaron años y, por fin, empecé a escuchar con calma la música de Brian Wilson. Y ya no hubo vuelta atrás, no he parado de escucharlo desde entonces. Y el disco en solitario de su hermano Dennis, que encontré en un saldo. El único Beach Boy que surfeaba, por cierto. Murió ahogado, qué cosas.

En 2005, cuando nos mudamos a Badalona, Wilson venía a tocar a Barcelona, en la gira de reedición de Smile, y compré la entrada en una Caixa Cataluña de la calle Cuba (ahora cerrada, en busca de comprador). El caso es que, con el trajín de la mudanza, la entrada se perdió dentro de un bolso. Me dio tanta rabia, que no quise comprar otra. Apareció tiempo después.

En 2012, los Beach Boys anunciaron una gira de 50 aniversario. Compré la entrada al instante. Además, me tocaron dos entradas en un concurso de El País (hubo un tiempo que gané muchas cosas en sorteos). Llamé a un conocido para que me acompañara, junto a su esposa. Pero había un problema: el nacimiento de nuestra hija María estaba previsto para esas fechas. Casi me perdí el nacimiento de nuestra primera hija por estar trabajando en Estambul, llegué a tiempo porque el parto se dilató 24 horas.

Así que cancelé todos los viajes y esperé que la experiencia fuera más tranquila que la primera vez. Pero María decidió nacer el mismo día que tocaban los Beach Boys. Nos fuimos al hospital, pudimos vivir un parto precioso en el que Cloe vio nacer a su hermana y nos subieron a la habitación. Era la una de la tarde y le dije a Raquel si no le importaba que me fuera al concierto. Me dijo que hiciera lo que quisiera (me pregunto qué pensaría en realidad) y me fui al Poble Español. 

El concierto fue algo tremendo, un desfile de éxitos sin parar similar a un concierto de los Ramones. Estaba muy cerca y pude ver perfectamente a Brian cantando, transformándose ante el micrófono y el piano, pero con evidentes problemas de movilidad. Aunque daba igual, era una leyenda a pocos metros. Grabé videos e hice fotos en un dispositivo que acabó muriendo, debo tener alguna copia de seguridad en un viejo ordenador, que tengo que rescatar. Me volví pitando al hospital y subí a la habitación, mi madre había venido desde Madrid y preguntó que dónde estaba. Cuando le dijeron que estaba en un concierto supongo que no le sorprendió. A la mañana siguiente, cogí en brazos a María y le canté la canción homónima de West Side Story. Lloré. Y me emocioné al saber de la muerte de Wilson el otro día.  

Lucinda frente a la adversidad

Hace un par de semanas vi en La Riviera a Lucinda Williams. Tuvo un ictus hace años, supongo que quiere seguir grabando y girando porque quiere y porque necesita el dinero. Tiene evidentes problemas de movilidad, como tenía Brian y se tiene que apoyar en el pie de micro y en un taburete. Ya no puede tocar la guitarra por la parálisis, la voz es diferente a la de sus estupendos discos. Pero le pone una pasión que supera todo. Y la banda que lleva es extraordinaria. Fue un espectáculo, con un final apoteósico con música de Neil Young, gritando Keep on rockin' in the free world. Ojalá pueda volver a verla pronto. 

Y el Boss contra los elementos

Un par de días después, tomamos la Nacional I para volver a Springsteen. Le he visto muchísimas veces desde 1988. Pero la verdad es que iba bastante escéptico. Los dos conciertos del año pasado que vi fueron un aprobado justo el primero y un notable el segundo. Pero el tener que pagar el dineral que tuve que pagar me hacía ir con reticencia. 

Llevaba casi 30 años sin ir a San Sebastián, estuvimos a punto de tener un accidente en el R11 de mi madre bajando un puerto, íbamos ir a ver a Pearl Jam. Fue un concierto soberbio, tengo que escribir algo sobre él.

El caso es que la víspera del concierto nos enteramos que el apéndice de Little Steven impediría que le viéramos, otro inconveniente. Llegamos pronto, comenzó el concierto con un bochorno que no me esperaba y el Springsteen más político comenzó a desgranar un repertorio de recados dirigidos a Donald Trump: Land of hope and dreams, Death to my hometown, No surrender, Rainmaker ('anda, que cómo luego llueva...'), Atlantic City, My hometown, No surrender, Youngstown, Murder Incorporated... Y, cuando empezaba a sonar House of a thousand guitars, se desató una tormenta eléctrica que nos caló hasta los huesos, obligó a cubrir los instrumentos con plásticos e interrumpió el concierto más de media hora.


Sinceramente, más de una y más de dos veces pensé que nos tendríamos que volver al apartamento. O que la E Street Band tocaría un poco más y bajaría el telón. Pero no me esperaba el chaparrón de canciones que se desató, hasta pasadas las 12.30 de la madrugada. Primero, un Growin' up en acústico que me puso los pelos de punta, llevaba toda la vida deseando escucharla, seguido de buena parte del Born in the USA, un Because the night extraordinario, con una traca final antes de los bises con The Rising, Badlands y Thunder Road. Nils Lofgren se multiplicó y realizó solos de guitarra para el recuerdo. Para no deshidratarme, siempre llevo fruta a los conciertos, esta vez tocaron picotas que fui racionando a lo largo de las tres horas. Eran dulces, pero quizá me lo supieron aún más.

El tramo final fue de felicidad absoluta, pese a que las canciones eran las esperadas. Springsteen brindó un homenaje a su público calado hasta los huesos, mojándose también por entero con una esponja. Salimos -pese a las reticencias del principio y el caos de los accesos de Anoeta- con cara de felicidad, preguntando cuándo será el próximo concierto. Y me acordé de aquel chaval que fui, con 16 años, la primera vez que le vi en el Nou Camp, hace tantos años, cantando como última canción Chimes of freedom, de Dylan. Muchísimas cosas han cambiado, claro. Pero queda la esencia. Y los huesos de las picotas en los bolsillos del pantalón, al echarlo a lavar.    



 

domingo, 25 de mayo de 2025

20 años de vida (extra)



Hace exactamente ahora veinte años, a las 19,58 del 25 de mayo de 2005, Raquel y yo casi nos matamos en un accidente de tráfico. Ya habíamos alquilado una casa en Badalona y estábamos a punto de mudarnos allí. 

En uno de los últimos viajes a Madrid, para recoger algunas cosas, un conductor de un camión de frutos secos se quedó dormido y nos echó de la carretera a la altura de Los Monegros. Igualito que el comienzo de un episodio de A dos metros bajo tierra. 

Estábamos escuchando un cassette de grandes éxitos de los Talking Heads e iba a sintonizar una emisora para escuchar la final de la Champions, aquel partido mítico que remontó el Liverpool al Milan. Por eso me acuerdo de la fecha, qué cosas.

En el momento de salir de la carretera y entrar en la mediana haciendo trompos, pensaba que me iba a morir seguro. Y, curiosamente, lo único que pensaba era lo ridículo que iba a quedar mi cadáver descalzo (no suelo descalzarme para viajar, pero aquel día no sé muy bien por qué lo hice).  

Afortunadamente llevábamos el coche de mi suegro -un Mercedes grande- y afortunadamente Raquel es una gran conductora y salimos ilesos, aunque pálidos. No saltaron los airbags, ella siempre cuenta que el coche era tan seguro que era casi como que unos brazos invisibles nos rodearan. Salimos sin un rasguño en nuestros cuerpos y apenas unos arañazos en el coche.

Llegó enseguida la Guardia Civil de Tráfico y nos echaron la bronca (con razón) por no haber tenido cuidado al sacar el coche de la mediana. El conductor vino también a disculparse, nos dijo que trabajaba demasiado. Qué peligro...

Han pasado dos décadas y nos han pasado historias muchas maravillosas -sobre todo el nacimiento de nuestras hijas- e historias tristes, como a todo el mundo. Pero han sido los 20 años apasionantes de nuestras vidas y me hubiera dado mucha rabia perdérmelos. 

Cada vez que escucho esta canción de los Talking Heads, o cualquier otra maravilla que parieron, me doy cuenta de la suerte que tenemos de estar vivos. Y no todos los días nos damos cuenta. Nos quedan pendientes, entre otras muchas cosas, ver en directo a David Byrne algún día. Y encontrar el cassette, que debe andar por casa, y volver a escuchar Sax and violins. 

jueves, 1 de mayo de 2025

El publicista que convenció a los estadounidenses que tenían que desayunar panceta y comer plátanos

 A raíz de la muerte de Vargas Llosa he recuperado este reportaje que quedó inédito. Como creo que es interesante, lo recupero aquí, sin apenas modificaciones (un cambio en la primera línea y un enlace). Lo escribí hace cinco años, al volver de mi último viaje largo de trabajo, como me recuerda el post de Facebook que escribí entonces.


Tiempos recios, una de las últimas novelas del recientemente fallecido Mario Vargas Llosa, recuperó en sus primeras páginas la apasionante figura de Edward L. Bernays, que se autocoronó como padre de las relaciones públicas. Nacido en Viena en 1891, su biografía es fascinante desde la primera línea: sobrino de Sigmund Freud, su familia se mudó a Nueva York a finales del siglo XIX. Tras graduarse en la Universidad de Cornell, pasó a organizar giras de Enrico Caruso. Pero, si por algo ha pasado a la historia es por poner en marcha campañas que, basadas en los principios psicoanalíticos de su tío, sirvieron para popularizar los relojes de pulsera, el consumo de tabaco en mujeres, el uso del jabón en los niños, los plátanos y los desayunos contundentes a base de beicon y huevos. Murió a los 103 años de edad y se mantuvo activo casi hasta el final de su vida.

Su presencia en el libro del premio Nobel hispano-peruano es como asesor de la United Fruit, la compañía alimentaria fundada en 1899 que convirtió la Guatemala de los años 50 en una república bananera: la empresa, conocida popularmente como ‘El Pulpo’ por tener tentáculos en todos los resortes de poder, no pagaba impuestos y estaba conchabada con la oligarquía local para ser el gobierno de facto del país centroamericano. Sin embargo, tenía una imagen pésima y, por este motivo, Sam Zemurray –dueño desde 1933 merced a una OPA hostil– contrató a Bernays para que mejorara su reputación.

El publicista apostó por una agresiva campaña de relaciones públicas para acercarse a los círculos de poder de Washington, Nueva York y Boston. Para lavar la imagen, impulsó también que la empresa construyera en Guatemala iglesias y misiones, llevara a maestros y sacerdotes, estableciera puestos de primeros auxilios y enfermería en zonas rurales y promoviera becas y viajes de ampliación de estudios para estudiantes y profesores.

“A la vez, mediante una rigurosa planificación, iba promocionando –con ayuda de científicos y técnicos– el consumo de bananos en el desayuno y a todas las horas del día como algo indispensable para la salud y la formación de ciudadanos sanos y deportivos”, escribió Vargas Llosa. 

Cantar con plátanos en la cabeza

Otra de las vías para popularizar los plátanos fue contratar a la cantante luso-brasileña Carmen Miranda, rebautizada como Chiquita Banana, que cantaba y bailaba siempre son un sombrero lleno de estos frutos.

La última pata de la estrategia de Bernays para que la United Fruit mantuviera su situación de privilegio fue convencer a la prensa estadounidense de que la empresa frutera era la garante de la democracia en Guatemala. Y que cualquier acción que la desestabilizara, contribuía a la entrada del comunismo en Centroamérica. En plenos años 50, con la ola del Macartismo, fue el argumento definitivo para que United Fruit mantuviera sus privilegios un par de décadas más, hasta su quiebra en 1970.  

Pero, además de introducir el plátano en la dieta estadounidense –y en la de todo el mundo–, Bernays también es conocido por transformar los desayunos y hacer de la panceta (o beicon) un elemento imprescindible. Aunque debe recalcarse que es difícil saber hasta qué punto, porque él era experto en vender, ante todo, su propia imagen y exagerarla hasta límites inimaginables.

En su relato, los estadounidenses realizaban un desayuno ligero, con tostadas, café y zumo de naranja. De hecho, hay algún bulo que propugna que fue él el que introdujo el zumo de naranja, cosa que no sucedió: fue una campaña de Albert Lasker con la compañía de California Sunkist, que en 1908 que disponía de un excedente de cítricos que no sabía cómo vender. 

Recomendación médica

El propio Bernays detalló la historia en una entrevista en el programa Un día es un día, de TVE y que puede verse en este enlace: https://www.rtve.es/play/videos/un-dia-es-un-dia/dia-dia-22-11-1990/5604692/ “Trabajaba con un fabricante de beicon, la Beech-nut Packing Company, y su responsable me comentó que nadie lo comía. Fui a mi médico de cabecera y le pregunté si era mejor un desayuno ligero o uno más contundente. Él me contestó que uno consistente, porque se pierde energía durante la noche y se necesita recuperarla para trabajar durante el día. Fui a otro académico que pensaba lo mismo y que escribió una carta a 5.000 médicos estadounidenses en la que preguntaba también si era más saludable un desayuno contundente y si así se mejoraba la salud de la población. Lo interesante es que nunca mencionamos el beicon y miles de médicos, por su propia iniciativa, lo recomendaron como desayuno saludable”.

De ahí saltó a los periódicos, con una campaña de publicidad de manera que, cada vez que se citaba el artículo científico sobre el desayuno contundente, aparecía un anuncio de beicon. El producto cárnico, como no podía ser de otra manera, disparó sus ventas y sigue siendo muy consumido hoy en día en el desayuno, sobre todo en países anglosajones. De hecho, se estima que el 70% del beicon que se consume es en la primera comida del día.

Relojes de pulsera para hombre

Otra de sus campañas más exitosas contribuyó a que el reloj de pulsera dejara de verse como algo afeminado. El fabricante Ingersoll había tocado techo porque los caballeros disponían de un reloj de cadena y las mujeres uno de pulsera y no se lograba aumentar las ventas. La entrada de EEUU en la I Guerra Mundial en 1918 fue clave para el cambio: Bernays sugirió que los relojes de cadena causaban bajas por francotiradores en las trincheras porque los soldados tenían que encender una cerilla para saber la hora que era.

Como explicó en la entrevista en TVE “por aquel entonces, Marie Curie había descubierto el radio, que podía iluminar las manecillas. Y se me ocurrió que el material fluorescente servía para que los soldados vieran la hora sin que les dispararan. Además, los relojes de pulsera serían aceptables si los mandaba al ejército. Y eso hice, mandé 100 relojes, que costaban un dólar cada uno y la moda de los relojes de pulsera en los soldados arrastró a la población estadounidense. Pasó a representar un símbolo de masculinidad, todo el mundo quería uno”.

Mujeres fumando ‘antorchas de libertad’

Del mismo modo, fumar tabaco era símbolo de masculinidad y Bernays logró –tristemente– que las mujeres también fumaran. No se les permitía fumar en las calles ni en los bares. “Hablé con Abraham Brill, un psicoanalista discípulo de mi tío, sobre los motivos. Me costó 125 dólares de entonces, que pagó la compañía de tabaco más importante y que era mi cliente. El doctor Brill me contestó que los cigarrillos eran ‘antorchas de libertad’ en contra de la tiranía de los hombres que impide que las mujeres fumen. Y se me ocurrió que el Domingo de Pascua, que es el día en el que se celebra la libertad de espíritu, celebraríamos un desfile en el que se encenderían antorchas de libertad. Se comunicó a la prensa y, al día siguiente, todos los periódicos lo recogieron en portada y las mujeres comenzaron a fumar en público”, relataba Bernays a Ángel Casas en TVE.

Incluso logró que el color verde se pusiera de moda gracias al tabaco: las cajetillas de Lucky Strike eran de ese color y las encuestas señalaban que las mujeres no las compraban porque no se conjuntaban con su ropa. Como recuerda el obituario que publicó The New York Times, Bernays organizó una campaña para que el verde fuera tendencia, con recepciones y banquetes en las que todos los asistentes tenían que ir de ese color, así como escaparates con trajes y vestidos verdes. De nuevo, logró un gran éxito.

Cómo vender más redecillas y jabones

Otro de sus logros fue revitalizar las ventas de redecillas de la empresa Venida, que habían caído porque la moda cambió y las mujeres comenzaron a rizarse el pelo tras la I Guerra Mundial. La campaña se centró en la necesidad de que las redecillas volvieran a usarse. Pero en un entorno diferente, en las fábricas y restaurantes. Así, con una intensa campaña publicitaria, se convenció a la opinión pública que debían usarlas por seguridad, pero sin mencionar a la empresa, como hizo con el beicon.

¿Y cómo popularizar el uso del jabón Ivory en niños, que lo odiaban porque les entraba en los ojos cuando sus madres les lavaban la cara? El publicista habló de nuevo con psicólogos, que le pusieron de manifiesto la creatividad innata de los niños. Por eso, sugirió a la marca que organizara concursos para diferentes edades de esculturas hechas de jabón, en vez de en cera. Estas competiciones duraron 40 años, involucraron a 22 millones de niños y la empresa se siguió beneficiando del éxito durante décadas. 

El libro de cabecera de Goebbels

Bernays, además de asesorar a Thomas Alva Edison y a cuatro presidentes estadounidenses (de Coolidge a Eisenhower), escribió diferentes libros, entre los que destaca Propaganda, cómo manipular la opinión en democracia, un volumen que se considera un clásico de este campo. Alardeaba de haber dicho no a Hitler y a Goebbels, que lo tenían como obra de cabecera y que le llamaron como consultor. ¿Realidad u otra de las historias infladas para contribuir a alargar su leyenda?  

  


viernes, 11 de abril de 2025

Esta mañana he madrugado para ver el último episodio de The Pitt

 


Tengo mucho trabajo, afortunadamente. Me espera una Semana Santa sin parar de escribir. Pero he madrugado para despedirme de los personajes de ficticio Pittsburgh Trauma Medical Hospital. Ha sido un viaje de 15 episodios en los que me ha costado entrar, pero de donde no voy a salir nunca.

Le guardo mucho cariño a Noah Wyle, pasé muchas horas viendo Urgencias. Después, le perdí la pista. Veía que hacía telefilmes que no me interesaban. Y, como comento, empecé a ver la serie por curiosidad, pero no terminaba de enganchar con los personajes. Miraba al móvil de vez en cuando, sí.

El primer episodio empieza de manera muy similar a Urgencias, hablando de suicidio. ¿Casualidad? No lo creo. Wyle ahora ejerce de protagonista, productor y guionista en varios de los episodios. Y ha depurado el modelo de Urgencias, con una acción aún más frenética y unos arquetipos de los que te acabas enamorando.

El servicio de Urgencias del Hospital es The Pitt, un juego de palabras intraducible entre el nombre de la ciudad y la palabra inglesa ‘pozo’. Vemos, en episodios a tiempo real, el primer día de los estudiantes, el funcionamiento del equipo y el auténtico desastre que es la sanidad y la educación estadounidense.

Vemos casos curiosos y divertidos, vemos dramas, vemos nacer a bebés y vemos morir a pacientes, como sucede a diario en los servicios de Urgencias. Y vemos nacer tramas que acaban floreciendo en historias que no puedes dejar de ver, que te tienen toda la semana esperando al siguiente episodio. Vemos agresiones a sanitarios, una lamentable lacra que se ve por desgracia en todos lados. Vemos la cicatriz que supuso la pandemia (y que, aunque queramos mirar a otro lado, sigue ahí) Vemos la lacra de los anti-ciencia y de las armas en Estados Unidos, con esas noticias que de vez en cuando nos aterran a todos. Y, lo que es más importante, vemos personajes de carne y hueso, con historias con las que empatizamos.

Es difícil contar mucho más sin hacer spoilers. Quizá subrayar la crudeza con la que se muestran algunos de los casos, con sangre y vísceras en cámara si es preciso. Tienes la sensación de ser tú el residente de primer año que está viendo al paciente al pie de la camilla. Y todo con una cámara que busca los rincones y que, salvo alguna elipsis dramática, nos muestra absolutamente cada rincón del servicio.

Y debo mencionar al excelente reparto coral que acompaña a Wyle, con actores poco conocidos y de los que, muy seguramente, volveremos a ver pronto. Ojo a Taylor Dearden, de casta le viene al galgo…

¿Habrá segunda temporada? Qué más da… Dentro de poco volveré a verme estos 15 episodios para volver a saborear cada detalle. Esta mañana me levanté para ver el último episodio de The Pitt, he estado todo el día escribiendo. Y acabo el día escribiendo esto.

The Pitt está disponible en HBO Max.  

miércoles, 9 de abril de 2025

Alcatraz: roca inexpugnable, cárcel mítica

Aquí va otro artículo que publiqué en Fiat Lux, fue un placer ir y contarlo. Me da pena que se pierda, así que aquí queda.


El teniente español Juan Manuel de Ayala bautizó en 1775 una pequeña isla de la bahía de San Francisco como Isla de los Alcatraces, por la cantidad de colonias de estas aves que anidaban allí. Poco podía imaginar que esta palabra de origen árabe se acabaría convirtiendo en sinónimo de la cárcel más famosa del mundo.

Los españoles había llegado seis años antes, en 1769, fundando un “presidio” (una fortaleza) y una misión, que recibió el nombre de San Francisco de Asís y que acabó denominando a la ciudad. Enfrente, “La Roca” permaneció habitada únicamente por animales hasta 1853, cuando la Fiebre del Oro que se desató seis años antes impulsó la construcción de un faro –el primero de la costa del Pacífico– y una batería de costa para proteger la bahía. En 1861, al comienzo de la Guerra Civil estadounidense, la dotación contaba con 111 cañones y 400 soldados. Los avances militares que se produjeron en la contienda provocaron que las defensas quedaran pronto obsoletas, aunque se habían ido renovando, y el ejército se terminó retirando de la fortificación en 1907, pasando a ser administrada por la Guardia Nacional de los Estados Unidos.

Sin embargo, prácticamente desde el principio Alcatraz fue una cárcel: en 1859 ya hay constancia de 11 soldados recluidos en uno de los sótanos. Y, durante la Guerra Civil, sirvió de prisión a soldados acusados de deserción y otros delitos, así como a la tripulación de un barco confederado y, posteriormente, a indios capturados durante las guerras indias e incluso a militares convictos de la guerra de Cuba contra España.

La mayor cárcel de hormigón del mundo

El traspaso de poderes a la Guardia Nacional conllevó la demolición de la ciudadela y el inicio de la construcción de la que era en su momento la mayor cárcel de hormigón del mundo, ahora con el nombre de “Cuartel disciplinario de los EEUU, división Pacífico”. Las obras finalizaron en 1912 y ya los objetores de conciencia de la I Guerra Mundial fueron encarcelados allí. Durante la depresión de los años 30 se creó el Ministerio de Justicia, que se interesó por instalar en Alcatraz una prisión de máxima seguridad. Y, con la transferencia de competencias por parte del Ministerio de la Guerra, se abrió en 1934 como penitenciaría federal y comenzó su historia mítica.

En total, 1.545 hombres cumplieron condena en Alcatraz aunque la cárcel nunca estuvo masificada, con un promedio de presos de 260 y un máximo de 302, con 336 celdas disponibles. El recinto estaba reservado a convictos indisciplinados o incorregibles, que permanecieron una media de 8-10 años. Quizá el más famoso fue Al Capone, que ocupó durante cuatro años y medio una celda que no se ha podido precisar en el ala hospitalaria. Otros nombres conocidos fue “Doc” Barker, Alvin “Creepy” Karpis, Floyd Hamilton, “Machine Gun” Kelly y Robert Stroud, el “hombre de Alcatraz” experto en aves y al que encarnó Burt Lancaster en la excelente película, pese a que se ajusta poco a los hechos, de John Frankenheimer.

Cuando el visitante entra en la “Casa Grande” (nombre con el que los presos bautizaron al edificio principal), no puede evitar sentir un estremecimiento: la reja y la recepción de los internos se mantiene tal cual. Allí les proporcionaban el uniforme con camisa azul desvaído, un abrigo azul oscuro, los zapatos, las sábanas y los útiles de cocina y aseo. Enfrente, delante de celadores y de otros presos, se duchaban en fila en unas duchas comunes.

Austeridad en las celdas

Las tres galerías de celdas, de tres pisos cada una, están bañadas por luz natural. Impresiona el pequeño tamaño de los habitáculos, pintados de verde tenue y blanco, con apenas un camastro, un lavabo y un WC, dos tablas abatibles atornilladas a la pared que servían de mesa y silla y un par de baldas. Años después se dotaron de radios –también empotradas en la pared– que se podían escuchar con auriculares. Impresionan especialmente las celdas de castigo, a las que se puede acceder: los presos pasaban un máximo de 24 días en la oscuridad más absoluta y sin absolutamente nada en el habitáculo excepto el retrete, cama y lavabo.

Los presos accedían al comedor por una puerta enrejada presidida por un reloj, que fue bautizada irónicamente como Times Square. Era obligatorio el paso por el detector de metales, porque todavía no se utilizaban cubiertos de plástico. La comida tenía fama de ser buena, en un intento de evitar motines.

Sin embargo, estos se acabaron produciendo: el más grave comenzó el 2 de mayo de 1946, cuando tres presos atacaron a los guardias e intentaron huir. Al no lograrlo, se atrincheraron y combatieron, con las armas que obtuvieron, a los marines, a los guardacostas y las fuerzas de la policía estatal de California que cruzaron la bahía desde San Francisco para sofocar la asonada. Para lograrlo, cortaron la electricidad de la cárcel y, a oscuras, hicieron agujeros en el tejado y tiraron granadas de mano (las marcas de metralla todavía pueden verse) El resultado fue de dos guardias muertos y 11 heridos, además de tres presos fallecidos y otro, que no participó en la revuelta, herido.

Uno de los celadores tuvo tiempo para escribir los nombres de los participantes en el motín, rodeando con un círculo a los de los tres cabecillas, un testimonio que resultó clave en el juicio posterior, en el que dos de ellos –Miran Thompson y Sam Shockley–fueron condenados a muerte y ejecutados en San Quintín. El tercero, Clarence Carnes, sentenciado de por vida, recibió otra condena perpetua adicional, pero fue liberado en 1973.             

La visita al patio permite hacerse una idea de lo que debía suponer para los presos tener una vista privilegiada del Golden Gate encerrados literalmente en cuatro paredes de hormigón, con unas gradas para sentarse a tomar el sol. Aún se aprecia la pintura del suelo, delimitando las canchas de baloncesto y se conserva la alambrada del pitcher y el diamante para jugar al béisbol.

Una fuga de película

Pero los presos que han pasado realmente a la historia de la prisión son los hermanos y atracadores de bancos Clarence y John Anglin y Frank Morris, condenado por posesión de narcóticos y robo con arma de fuego y al que encarnó Clint Eastwood en la conocida película que dirigió Don Siegel. Morris, con un cociente intelectual muy elevado, trazó un plan que les llevó 9 meses: consiguió burlar los detectores de metales y hacerse con cucharillas para atravesar el hormigón, reblandecido por el salitre. En paralelo, construyeron cabezas con una mezcla de jabón y papel higiénico y les dieron verosimilitud con pelo procedente de la peluquería, para burlar así el recuento nocturno. Además, cosieron varios impermeables para confeccionar una especie de balsa.



El día 11 de junio de 1962 salieron de sus celdas por los pequeños agujeros que habían horadado con las cucharillas, para pasar a un pasillo de servicio que no se utilizaba, por el que treparon al tejado. De allí, se descolgaron al suelo, escalaron la alambrada y se echaron al agua con la balsa, teniendo que lidiar con el agua helada y las fuertes corrientes. Se suele añadir, para agregar más dramatismo, que la bahía está infestada de tiburones, pero son de una especie (tiburones de arena) que no ataca a los humanos.

Los tres presos fugados nunca aparecieron y, de hecho, los US Marshals les siguen buscando pese a que el caso se cerró por el FBI, tras una investigación de 17 años, con la conclusión de que se ahogaron la noche que huyeron. En la puerta del comedor de la cárcel hay un cartel con las fotos de sus fichas policiales y su posible aspecto a día de hoy. En sus celdas, que se han ambientado tal y como estaban la noche que escaparon, se han conservado los manuales de español con los que aprendían el idioma, quizá una pista de que su intención era huir a Sudamérica. Una historia apócrifa cuenta que uno de los guardias recibió una postal sin remite desde Brasil.

Los especialistas del programa de televisión Cazadores de mitos demostraron en 2003 que la huida era posible, aspecto que confirmaron recientemente los investigadores de Universidad de Delft, con un modelo matemático de mareas que ha probado que, si escaparon a partir de medianoche, Morris y los Anglin pudieron llegar a tierra. 

Lo que es cierto es que pocos meses después de la fuga el Fiscal General Robert Kennedy decretó su cierre. Frank Weatherman, preso AZ 1576, fue el último en abandonar la cárcel. “Alcatraz nunca fue buena para nadie”, denunció. Era el 21 de marzo de 1963, el día en que acabó la leyenda de la prisión y empezó el mito.   

Otros datos útiles

-        La isla de Alcatraz recibe casi 1,4 millones de visitantes anuales, por lo que es imprescindible reservar la visita con antelación. Puede hacerse por internet o desde la recepción del hotel y en el billete se indica la hora del barco que debe tomarse desde el muelle 33 a partir de las 9,10 de la mañana y que apenas tarda 10 minutos.

-        El coste del billete adulto es de 30 dólares y da derecho a visitar la cárcel durante el tiempo que se desee, conviene reservarse al menos un par de horas. Tanto el barco como la visita cuenta con facilidades para personas en sillas de ruedas.

-        Puede regresarse cuando se desee, en los numerosos transbordadores, convenientemente anunciados. El último es a las 6,40 de la tarde, aunque también hay visitas nocturnas (según temporada)

-        La vista desde la cubierta tanto de la ciudad como de la bahía son espectaculares. También se observan aves marinas como pelícanos e incluso focas.

-        La visita se realiza con audioguía, incluida en el precio. Disponible en castellano, es recomendable la versión inglesa, con las voces originales de presos y celadores.

-        En la tienda de recuerdos, pueden comprarse desde vasos y platos de estaño similares a los de los presos a reproducciones del uniforme carcelario, libros, películas inspiradas en la cárcel, gorras, camisetas y cualquier otro souvenir imaginable.

 



sábado, 5 de abril de 2025

Con John Dillinger, en el cine


Preparando uno de los miles de proyectos que rondan en mi cabeza, me he encontrado con las crónicas negras que escribí para la desaparecida revista Fiat Lux (http://revistafiatlux.com/) Como no parece haber registro de ellas, las iré colgando por aquí. Muchas gracias a Daniel Borasteros por darme entonces la oportunidad. Comienzo con un viaje a Chicago, hace 10 años, siguiendo los pasos de John Dillinger, el enemigo público número 1. 

Por cierto, fiel a encontrarme a gente conocida en sitios improbables, me crucé con los Calexico justo allí. Tocaban aquella noche con Depedro de guitarrista de apoyo (con el que además coincidí en el avión), que me invitó al concierto, pero no me dio la vida y lamentablemente no pude ir. Ojalá verles encima de un escenario alguna vez.


En el cine, con John Dillinger

Xavi Granda, Chicago

1 de junio de 2015. La primavera no parece haber llegado a Chicago, 10 grados de temperatura, lluvia y un viento que hace que los paraguas sean unos accesorios inútiles a los que los peatones se aferran cómicamente. Estoy en un suburbio llamado Lincoln Park, de casas bajas de ladrillo, bien cuidadas. En el 2.433 de la larga avenida Lincoln –que lo atraviesa en diagonal– está el teatro Biograph y allí, en un callejón junto a la taquilla, John Dillinger fue acribillado el 22 de julio de 1934 cuando salía de ver Manhattan Melodrama, una película de gangsters protagonizada por Clark Gable y William Powell.  

Nacido en Indianápolis en 1903, Dillinger se convirtió en el enemigo público número 1, con una carrera criminal legendaria –atracó un total de 24 bancos y cuatro comisarías, de donde se llevaba armas y chalecos anti-balas– y una imagen pública de Robin Hood que cuidó al detalle y que, a la vez, provocó la modernización del FBI. Ya con 19 años fue arrestado por robar un coche y diversos choques posteriores con la justicia le hicieron enrolarse en la Marina, aunque desertó pronto y regresó a su casa.

Incapaz de encontrar trabajo, robó con un compinche una tienda de comestibles del barrio: su padre, diácono de la iglesia local, le convenció de que se declarara culpable, esperando una sentencia leve. Fue sentenciado de 10 a 20 años y, según confesión propia, aprendió todo lo malo que se puede aprender dentro de una cárcel: cumplió 9 años y medio. Salió el 10 de mayo de 1933 gracias a una campaña de firmas iniciada por su padre, que pudo reunir 188.

Sin expectativas, en plena Gran Depresión, apenas tardó 40 días en robar su primer banco, a los que seguirían 12 más en apenas un año con un modus operandi que ha sido posteriormente calcado por criminales de todo el mundo: un potente coche que espera en la puerta con el motor encendido, los atracadores que entran enmascarados, roban todo el dinero que pueden y huyen. Tras uno de estos golpes, volvió a ser arrestado y encerrado en la cárcel de máxima seguridad de Crown Point (Indiana), de la que se fugó de manera legendaria: con una falsa pistola tallada en una patata (en madera, según otras fuentes), que le sirvió para encerrar a 30 guardias, hacerse con armas de verdad y huir en el coche del sheriff.

Esta historia –y muchas otras, más legendarias que reales– lograron que Dillinger se convirtiera en un inmenso negocio: la prensa detallaba pormenorizadamente todas sus acciones y vendía millones de ejemplares. Él, consciente de su figura, incluso alimentaba a los medios, saludando a las personas que se encontraban en los bancos que atracaba al grito de “Buenos días, hoy es uno de los días más importantes de sus vidas porque coinciden con John Dillinger”. Incluso los fabricantes de automóviles alardeaban de que escapaba porque usaba uno de sus veloces modelos…

La inmensa bola de nieve conllevó además que se acuñara el término “Enemigo Público número 1” y que Edgar Hoover, al frente de un incipiente FBI, concediera plenos poderes al agente Melvis Purvis para que le diera caza.

Tras escapar a diferentes tiroteos, Dillinger eligió un suburbio de Chicago para convivir con su novia, llamada Polly, ya que consideraba que la gran ciudad le proporcionaba anonimato. Se había hecho la cirugía estética y se había teñido el pelo y estaba tan convencido de que pasaba inadvertido, que incluso acudía a ver partidos de béisbol de los Cubs, su equipo favorito. Cuentan incluso que se encontró en el estadio con su abogado, que hablaba con un policía, y tuvo la osadía de interrumpir la conversación para saludarlo.

Pero no contaba que sería delatado por una madame de burdel llamada Anna Sage, que hizo un trato con el FBI a cambio de no ser deportada: advirtió a las autoridades que acompañaría a Dillinger y a su pareja al día siguiente al cine. Ella vestiría de naranja, para ser fácilmente reconocible, aunque ha pasado a la historia como “la mujer de rojo”, quizá por el efecto de la luz sobre la camisa (o la falda, según otras versiones) que llevaba.

La película elegida, tras descartar una comedia de Shirley Temple, fue un dramón que cuenta la historia de dos huérfanos que son adoptados por el mismo hombre: uno se convierte en gángster y el otro en fiscal, que tendrá que acusar a su hermanastro de asesinato. Para rematar el tema, ambos se enamoran de la misma mujer, la estupenda Mirna Loy. La canción Blue Moon, escrita por Richard Rodgers para su banda sonora, se convirtió en un clásico.


El 22 de julio de 1934, debía ser un domingo de un calor asfixiante: según el Chicago Tribune de ese día, 23 personas murieron a causa de las altas temperaturas. La marquesina del cine anunciaba que estaba refrigerado “con aire helado”. El trío formado por Dillinger y sus dos acompañantes entró en la sala a las 20.30, aproximadamente, y los responsables del FBI se comunicaron con Hoover para recibir instrucciones. Debían esperar a que saliera, para evitar un tiroteo en la sala, y abrir fuego a la menor sospecha. La presencia policial en el exterior era tan evidente, con 16 agentes, que el gerente del cine llamó a la policía al creer que eran ladrones que iban a robar la recaudación. Los policías le informaron de que iba a llevarse a cabo una importante misión.

A las 22,40, tal y como informó en su portada aquel día The New York Times, Dillinger y sus amigas salieron del cine. La leyenda cuenta que Purvis arrojó un puro al suelo cuando identificó al atracador de bancos, que llevaba un revolver en su funda, pero la realidad parece ser más prosaica: fue baleado por la espalda por tres agentes de la ley, que dispararon seis tiros cuando salió corriendo al verse descubierto y, supuestamente, echó mano a su arma. El tiro que lo mató le entró por el cuello, le seccionó la médula, atravesó su cerebro y le salió por la cara, bajo el ojo derecho, tal y como evidencia la máscara mortuoria que se le realizó. Dos mujeres resultaron heridas leves, por balas de rebote, que terminaron alojadas en un poste de teléfono. Cuentan las crónicas que los testigos del tiroteo lo horadaron para llevarse a casa las esquirlas y, además, sacaron sus pañuelos y los mojaron en la sangre fresca de la acera para tener un recuerdo del criminal.

El cadáver se trasladó en ambulancia a un hospital cercano, donde no llegó a ingresar, ya que se evidenció su muerte. El cuerpo quedó en el césped frente a la fachada del edificio, en espera del forense, para posteriormente ser trasladado a una morgue donde, en un nuevo gesto morboso, 15.000 personas se acercaron a verlo en el día y medio en el que estuvo expuesto. El entierro, en Indianápolis, también se convirtió en un circo, con otras 5.000 personas que robaron las flores e incluso se llevaron puñados de barro que rodeaban la tumba, antes de ser disueltos por la policía.

El miedo a que el cadáver fuera robado hizo que el padre de Dillinger encargara cuatro capas de metal y hormigón para proteger el ataúd. No le faltaba razón, la lápida con el nombre de Dillinger, su fecha de nacimiento y muerte, ha sido repuesta cuatro veces, porque la gente arranca trozos de recuerdo.

La muerte de Dillinger catapultó la carrera de Hoover al frente del FBI, mientras que Purvis  abandonó un año después la institución, en parte por su ansia de notoriedad y en parte por los celos de su superior. Escribió su autobiografía y se dedicó a diferentes negocios, para morir de manera extraña en 1960, de un disparo accidental de la pistola que llevaba aquella noche en el teatro Biograph. Cuentan que conservó una copia de la máscara mortuoria en su despacho toda su vida. La delatora dama de rojo Anna Sage, pese a colaborar con las autoridades, fue deportada a su Rumanía natal, donde murió en 1947. Polly escapó a Detroit, pero volvió semanas después, se casó y vivió en el mismo vecindario hasta su muerte, en 1969. John Dillinger, como es sabido, se convirtió en un icono pop e inspiró libros, canciones, el nombre de un grupo de rock y varias películas.

El Biograph proyectó películas hasta 2004, cuando fue remodelado y se eliminó el proyector. Hoy alberga conciertos y obras de teatro. Mientras echo un último vistazo y trato de imaginar dónde estaban los protagonistas de esta historia, un autobús de Untouchable Tours cruza salpicando en el asfalto delante de su fachada, en las ventanas hay vinilos de famosos criminales locales como Al Capone. Ninguna placa indica que allí murió John Dillinger. 



sábado, 22 de marzo de 2025

Rotorua: Power Rangers, olor a huevos podridos y bailes para turistas

La semana que viene acaba el curso de Literatura de Viajes que he realizado en la biblioteca del barrio. Este es el último ejercicio que escribo, espero animarme a seguir y terminar el libro.

Rotorua huele a huevos podridos. U olía, supongo que no habrá cambiado. Y está (estaba) lleno de mosquitos que devoran a los turistas incautos que van a la orilla del lago. Supongo que los locales lo saben, por eso no se acercan. Y apuesto a que sigue siendo uno de los principales enclaves turísticos de Nueva Zelanda, con todo lo peor del turismo. Y lo mejor también, porque nos seguimos acordando más de 20 años después.

Pese a estas desagradables adversidades, es interesante de ver por qué está considerada la capital maorí por excelencia. Algo que se demuestra, entre otros motivos, por la cantidad de salones de tatuaje que animan a dejar un recuerdo indeleble en la cara y por las tiendas de jade.

Habíamos salido de Auckland con una de las imágenes más surrealistas de nuestras vidas: en la plaza en la que estaba el parking estaban rodando una película de los Power Rangers, con unos pobres tipos con pijamas y cascos asándose al sol de la primavera austral, que se acababa. Fueron unos 200 kilómetros al ritmo habitual de paseo -el límite de velocidad es de 100 kilómetros hora- pero, para nuestra sorpresa, los trenes iban aún más despacio y los adelantábamos. La sensación, una vez más, es que nos acabábamos quedando solos en la autopista, dejando atrás al resto del tráfico.

Llegamos cuando estaba atardeciendo. Y, en la era previa a los GPS y las reservas online, seguimos el mismo ritual diario: perdernos, situarnos gracias a los mapas de la guía Rough, encontrar el lugar en el que dormir, registrarnos, dejar las maletas, buscar el supermercado en el que comprar la cena y el desayuno e irnos al hotel. O eso anoté en la Moleskine que usé como diario de viaje y que, milagrosamente, todavía conservo.

Dormimos ocho horas. Hubieran sido más, de no ser por el amable conserje que nos despertó para comunicarnos que nos había reservado un masaje con aguas termales para Raquel y una cena típica maorí para la noche. Luego, el dueño del hotel -maorí, cómo no- nos dio una conferencia de media hora sobre qué y ver y qué no ver. Me sorprendió la forma tan racista con la que se refirió a los asiáticos, nos recalcó que no debíamos comprar en sus tiendas.

Después de desayunar, nos metimos en las piscinas del hotel, a 35º. Muy relajantes. Pero lo verdaderamente sorprendente eran las piscinas de barro, salimos con la piel renovada.

Los géiseres estaban a diez minutos del hotel, quizá menos. Están en una zona llamada Whakarewarewa y alcanzan hasta los 20 metros de altura, algo increíble. Al lado, una sala oscurecida a la que había que entrar en silencio para ver a los kiwis. Pese a que los veíamos constantemente en los billetes y en las monedas, su presencia es fantasmal: duermen unas 20 horas al día y, como dice la guía con mucha gracia, quizá eso explique que vivan 20 o 25 años.

Relacionados remotamente con el avestruz, están en peligro de extinción porque no tenían depredador natural (por eso no vuelan), pero las ratas -y sobre todo los gatos, los perros y los cerdos- los están diezmando. Ya solo pueden verse en unos pocos hábitats, muy controlados.

Es de los pocos pájaros que ha desarrollado el sentido del olfato, para cazar de noche. Su oído también es excelente, para detectar posibles presas y amenazas. El huevo que pone la hembra es gigantesco y, cuando el pollo nace, tiene tal cantidad de yema que no precisa que los padres lo alimenten. Por lo que sale, cuando sale del nido, puede vivir de manera autónoma.

Me pregunto si los kiwis olerían el aroma a huevos podridos del ácido sulfídrico, omnipresente. El calor de las piscinas de aguas termales fue lo que hizo que los maoríes se establecieran aquí. La bondad de las aguas hizo que ya hubiera turistas a finales del siglo XIX, en su mayoría pacientes con enfermedades reumáticas que buscaban un alivio a sus males. Ahora hay un poblado con figurantes que bailan, tejen, hacen piraguas y te hacen pasar por una tienda de turistas, a precio de turistas, al final del recorrido.

Raquel fue a darse el masaje, pero salió muy tarde porque el agua caliente se había estropeado (esas cosas que solo nos pueden pasar a nosotros en una zona geotermal) Cuando llegamos al hotel, el autobús a la cena típica maorí con espectáculo se había ido; pero no había problema, el recepcionista llamó y dieron la vuelta. Cuando subimos, nos sentimos como John Wayne y Dean Martin entrando en un salón del lejano Oeste, el silencio se cortaba…

Se suponía que el espectáculo era el mejor de la ciudad, pero fue algo tan lamentable que fue divertido: el animador elegía a un jefe entre el grupo de turistas y, siguiendo el protocolo, nos preguntaba quiénes éramos, de dónde veníamos y cuáles eran nuestras intenciones. Se celebra en un marae, una sala de reunión decorada con madera muy trabajada, donde nos cruzábamos con las bailarinas medio vestidas de maorí con chándales encima. El jefe iba bronceado con marcas de una camiseta de tirantes.

Entramos al marae, nos frotaron las narices -la ceremonia se llama hongi- y comenzaron los bailes típicos, con los hijos de los bailarines jugando con pelotas, empujando un carrito… Desde luego, no se parecía en nada a un espectáculo estándar de hotel. Otra de las bailarinas, que parecía más novata, se reía de los nervios. Otra tenía una tirita en el cuello.

El punto culminante llegaba con la haka, todos los flashes se disparaban, especialmente cuando los guerreros sacaban sus lenguas y hacían las muecas de rigor, mostrando la parte blanca del ojo. Aunque literalmente significa ‘danza’, leo que no es tanto una danza de guerra, sino una demostración del valor y la forma física del guerrero y que sirve también para dar la bienvenida al forastero y celebrar la vida y la unidad de la tribu. La más conocida es llama Ka Mate y fue compuesta a mediados del siglo XIX por el líder tribal maorí Te Rauparaha mientras se escondía de sus enemigos en un pozo para cocinar batatas. Se supone que es una alegoría sobre salir de la oscuridad del pozo hacia la luz, con una letra que comienza diciendo, traducida, “Muero, muero. Vivo, vivo”. La selección nacional de rugby, los All Blacks, terminó por popularizarla por todo el mundo.

Lamentablemente, el momento épico de la haka quedó arruinado cuando el jefe sacó a cuatro de los turistas a bailarla. El cielo quiso que yo no fuera uno de ellos. El ritual acababa con la canción de nuestra tribu. Supongo que la mayoría del grupo debía ser australiano, porque la canción elegida fue Waltzing Matilda, que yo conocía por ser la sintonía de una serie de TVE, Valle Secreto. Muchos años después conocí la versión de Tom Waits.

El espectáculo duró alrededor de una hora y pasamos a la cena, cocinada (o eso nos dijeron) al estilo tradicional hangi, en un pozo como el que se escondió el líder maorí: en el proceso se calientan piedras en una hoguera, se bajan al agujero y se cubren con tela de saco húmeda. Encima se ponen cestas de comida -carne de pollo, cerdo y cordero, pescado, arroz y verdura, sobre todo batatas y patatas- cubiertas con hojas (ahora son bandejas de papel de aluminio), se tapan con arena y se dejan cocinar durante unas dos horas.

Hace muchos años, en Perú, ya vi este proceso. Allí se llama pachamanca. Al final, queda un aroma a ahumado a la comida que es muy apreciado. La gente del grupo debía tener hambre: cenamos de los últimos y ya no quedaba comida en varias de las fuentes. No había marisco, no debió de hacerse.

Cuando terminé el plato y me levanté a repetir, tuve que rebañar lo poco que quedaba. El recinto era una especie de comedor escolar, con bancos de madera corridos. Estaba tan gordo que me resultaba complicadísimo salir sin molestar a tres japonesas que estaban en la otra punta del banco y nos dio un ataque de risa. No me quiero ni imaginar si me tocara hacerlo ahora…

Los postres también estaban esquilmados. Intento entender qué tomamos, pero mi letra me lo impide. Había macedonia también. Subimos al autobús, cantamos la misma canción de despedida del Cabo Reinga y, antes de las nueve de la noche, estábamos en el hotel. Y antes de las diez estábamos roncando. La experiencia turística total de Rotorua nos salió a 7.000 pesetas por cabeza, lo que supongo que ahora equivaldrá a unos 70-80 euros.

    

  

miércoles, 5 de marzo de 2025

100.000 pasos por Manhattan

 


Nueva York huele a porro. Me advirtió mi amigo Jorge antes de ir. Y lo confirmo. La legalización de la marihuana lo ha propiciado. Y no se ven las estrellas en el cielo, se las traga la contaminación lumínica.

Viajamos a la ciudad en familia, aprovechando que aparecieron de no sé dónde unas vacaciones escolares en febrero. Las ofertas de vuelos y hotel del Black Friday hicieron el resto y allá que nos fuimos. Llevaba sin pisarla desde 2001, apenas tres meses antes de que cayeran las Torres Gemelas (dónde estarán esas fotos…) Tras un vuelo sin novedad -viendo una película tras otra- aterrizamos en JFK y tomamos un taxi, una aventura con derrapes, acelerones y dramáticos giros para esquivar baches y otros coches.

Tras casi una hora de emoción, dejamos las maletas en el hotel y nos fuimos a pasear por Times Square, con las tiendas de souvenirs con gorras de MAGA (y las greñas de Trump incorporadas) y la habitual fauna de personajes de Barrio Sésamo, Transformers y Deadpools buscando fotos con los turistas. Y decenas de captadores para los autobuses de turistas, luchando por una comisión. Porque pasear ha sido lo que más hemos hecho, así nos lo ha confirmado la aplicación de pasos del móvil.

En las marquesinas, destacaba la presencia de Kieran Culkin -que ganaría el Oscar un par de días después- junto a Bob Odenkirk. Protagonizan, a partir del 10 de marzo, una nueva versión del clásico de Mamet ‘Glengarry Glen Ross’. Qué pena no coincidir… o quizá no tanto, porque los precios de las entradas estaban a precios imposibles, como todo lo demás: unos 100 euros de media. Y eso en la taquilla de último minuto.

Para el primer desayuno, nuestra hija mayor escogió un diner típico, muy cerca del hotel. Por el cambio horario, aparecimos a las 6 de las mañana, cuando estaban abriendo. Raciones abundantes y camareras latinas rezando para que los de Inmigración no se presentaran y las deportaran. Una primera visión sobrecogedora. En el edificio de al lado estaba el hotel Algonquin, donde Dorothy Parker reunía a su “círculo vicioso”. Tengo pendiente ver la película de Alan Rudolph, por cierto. Y, un poco más allá, estaba el estudio de Good Morning America, con emisión en directo y las productoras comprando cafés con mucho hielo en Starbucks para todo el equipo.

Paseamos desde allí hasta Central Park por la Quinta Avenida, viendo muchos de los clásicos: Rockefeller Center, Radio City Music Hall, el edificio Gotham, la catedral de San Patricio, la Torre Trump, la tienda de Lego (con colas gigantescas para entrar), el enorme anuncio de Vuitton, el Plaza… Al llegar a Central Park, cogimos el metro hacia Brooklyn, una amable taquillera nos ayudó con los billetes. Seguía tan sucio y ruidoso, como siempre (hasta vimos una rata). Pero sigue siendo la manera más eficiente de moverse por la ciudad, pese a que lamentablemente es muy poco accesible para personas con dificultades para moverse. Cogimos la línea de Pelham y me acordé del clásico setentero, por supuesto.

En Brooklyn, estuvimos en una zona de outlets en la calle 86, que no conocía, con casas bajas. Para comer, elegimos una pizzería junto a la boca del metro. Pedimos una Coca-cola para beber, pero el pizzero nos comentó que solo servía Pepsi habían boicoteado la compañía porque, supuestamente, denuncia a sus propios empleados para que los deporten. Es bulo, pero supongo que define cómo está la situación actual allí. Pedimos varias porciones para probar, la de salsa de vodka (?) estaba especialmente buena y está muy de moda.

Tenía mucha curiosidad en volver a Chinatown, especialmente después de leer recientemente el demoledor Cabeza de serpiente, de Patrick Radden Keefe. No recordaba un lugar tan mugriento, con restaurantes en unas condiciones higiénicas tan deplorables y guirnaldas destrozadas por las calles. Lo verdaderamente divertido es el comercio de bolsos de marca: unos captadores -generalmente africanos- te proporcionan un catálogo para que elijas. Te hacen caminar unas manzanas y aparece una señora asiática con una bolsa negra con la mercancía y comienza el espectáculo del regateo. Ella se cabrea muchísimo por los bajos precios propuestos, se le pide mejor género y aparece otro fulano con el material. El dinero cambia de manos y acaba el show.

Frente a Chinatown, Little Italy mostraba una pinta mucho mejor: todo limpio y acogedor, con guirnaldas con la letra de Volare. Solo faltaba el equipo de rodaje de Coppola en la escena de la procesión de San Genaro. Me llamó la atención el restaurante José Luis, ofreciendo paella. Y una tienda de decoración navideña, abierta todo el año. Al fondo, brillaba el Empire State con la luz del atardecer. Me quedé un rato mirando, esperando que Kong trepara.

Aún nos dio tiempo a ir a Little Korea, en la calle 34. Un par de calles muy animadas con tiendas ofreciendo bubble tea, uno de esos misterios que se ponen de moda y que no consigo comprender. Me hago viejo, supongo.

Al día siguiente cogimos el ferry a Staten Island, una de las pocas actividades gratuitas en una ciudad con los precios cada vez más disparatados. Hacía frío, pero la vista de la Estatua de Libertad sigue siendo extraordinaria. Y del skyline a la vuelta.



De allí, volvimos a la calle 34 y estuve paseando por el Madison Square Garden y el Empire State, donde una manifestación de trabajadores bloqueaba la acera con hinchables de ratas gigantes, quejándose de que la empresa contrata a trabajadores sin respetar sus derechos. 


Comimos al sol comida coreana, en los bancos de Herald Square, bajo el monumento a los Bennet, los creadores del periódico: fueron los primeros en publicar tiras de cómic -como Little Nemo- y patrocinaron la expedición de Stanley a África. La muerte de Bennet Jr. obligó a que el Herald se fusionara con su odiado Tribune. Y a demoler el edificio del periódico, aunque se conservó el monumento, que da las horas con dos maceros golpeando una campana, ante la atenta mirada de Minerva y su lechuza.


Para la cena, elegimos una ‘turistada’: cenar en The View, viendo atardecer entre los rascacielos. La vista, como no podía ser de otra manera, era soberbia. La comida, la habitual de estos sitios (aunque mi pescado en un papillote de plástico estaba bueno)
Para hacer la digestión, fuimos paseando al Barnes and Nobles de la 5ª Avenida. Me llamó la atención el escaparate de libros prohibidos, con 1984, Matar a un ruiseñor, El cuento de la criada o Beloved, entre otros. Buscaba la autobiografía de Steve Wynn, pero no hubo suerte.

Sí encontré cosas interesantes en la sección de discos: Wildflowers and all the rest, de Tom Petty (el disco original lo compré en Boston la misma semana que salió, en 1994. Qué cosas…), un par de Jason Isbell, uno antiguo de St Vincent, el clásico Blue de Joni Mitchell y Songs from the recollection, de Cowboy Junkies.

Al día siguiente volvimos a Brooklyn, a uno de mis escenarios cinéfilos favoritos: el panorama desde Water Street del puente Manhattan que aparece en el póster de Érase una vez en América. Era temprano y estábamos casi solos, luego se llena de instagramers. El ruido de los trenes cruzando el puente era ensordecedor, aunque supongo que eso no impide que el precio de los apartamentos sea millonario, porque la vista del skyline es soberbia.


Al lado, el puente de Brooklyn, con un panorama aún más sobrecogedor. Paseamos un rato por la ribera del East River, viendo las ardillas, haciendo fotos, y paramos en un sitio estupendo llamado Butler para desayunar, en los antiguos almacenes del muelle. Tras coger fuerzas, subimos al puente y nos animamos a cruzarlo, un paseo maravilloso de una media hora. Las temperaturas eran sorprendentemente primaverales, las esperábamos gélidas.  

Ya en Manhattan, cogimos el metro junto al ayuntamiento y fuimos a ver el primer museo, la Fundación Guggenheim. Qué diferencia de vecindario el de Central Park: una madre llevaba a su hijo, ya mayor, de paseo…cargado en los hombros de la niñera sudamericana. La pinacoteca era estupenda, especialmente el edificio, de Lloyd Wright. La exposición se centraba en el Orfismo, con algún estupendo cuadro de Chagall. Además, el estremecedor La planchadora, de Picasso. 


Nos fuimos un rato hacia la 5ª Avenida y, de allí, al Village, a dos de mis librerías favoritas: Forbidden Planet (ciencia ficción y cómics) y Strand, que presume de tener 28 kilómetros de estanterías. Tampoco estaba el libro de Steve Wynn, seguía la mala suerte.

Al día siguiente, volví al Met. Es la tercera vez que voy y me sigue dejando maravillado. Tuvimos la suerte de ver una exposición temporal de Friedrich y los Velázquez y VanGoghs con cierta calma. A mediodía, el museo se llenó y se hizo agobiante estar, así que volvimos a pasear por la 5ª. 

En la tienda de Victoria Secret tenían las alas de los desfiles y sonaba Rosalía. Una copa de champán valía 24 dólares, pero se les había acabado el agua mineral y regalaban vasos de agua de grifo. De plástico.

A la vuelta, estuvimos en la tienda Nintendo y en otra librería estupenda, McNally Jackson (siguió mi gafe con el libro) Y en la tienda de los bomberos, con una recreación a tamaño real de un camión y cientos de parches de cuerpos de bomberos de todo el mundo. También sonaba Rosalía, qué cosas.

Por la noche, cenamos en Greenwich Village, en la calle 4. El sitio se llama Corner Bistro y lo recomienda Enric González en Historias de Nueva York. Estaba abarrotado, pero encontramos sitio sin reserva. Por esas calles paseó Dylan su bohemia y, en su honor, sonaba Like a rolling stone. El frío era helador a la salida y me compré un abrigo enorme de segunda mano en la tienda de la esquina. Tuve la posibilidad de ver en directo la gala de los Oscar, pero estaba tan cansado que me quedé dormido.

El viaje se acababa. Para el último día, optamos por ir al MoMA, que no conocía. Justo al lado, en el Hilton, Luigi Mangione mató a Brian Thompson el pasado 4 de diciembre. Otro lugar de Manhattan que se incluirá en las guías.

Y del MoMA, qué decir… Otra colección de arte asombrosa, con Las señoritas de Avignon, La persistencia de la memoria, Matisses, Magrittes, un Hopper precioso que no conocía… y para rematar, La Noche Estrellada, que en un rato momento pudimos ver casi solos. Y, al salir de la sala, se produjo uno de esos instantes casuales (y mágicos) que solo me suceden a mí: en el vestíbulo estaban tres de los miembros de NCT, una de las bandas coreanas que idolatra Cloe. No nos dejaron hacernos fotos con ellos, pero sí que firmaron autógrafos.




La vuelta fue accidentada. Un problema con las autoridades de inmigración hizo que tuvieran que bajar a varias personas del avión (y sus maletas). Salimos con bastante retraso de JFK, que por cierto está hecho un desastre. Llegamos tarde a Londres y por los pelos no perdimos el enlace. Al llegar a Madrid, faltaba una de las maletas, que espero que nos llegue mañana. Pero daba igual. Lo hemos pasado genial y ya estamos empezando a organizar la próxima escapada en familia. Quizá a Estambul ¿Superaremos los más de 100.000 pasos de esta vez? Qué suerte tengo de tener la familia que tengo. Sigue el viaje con ellas, ojalá muchos viajes.

(Escrito escuchando los discos de Tom Petty, Cowboy Junkies y Joni Mitchell que acabo de comprar)